Círculos

—¡Espera!

Suena la última campanada

—¡Feliz año nuevo!

El confeti explosiona ocupando todo el aire.

Hace calor de baile y alcohol, y te quitas el jersey que regalé por Navidad. Te lo atas a la cintura para no perderlo, mientras seguimos bailando hasta que ya es oficialmente de día en el primer día del año: enero.

Ya se acercan los reyes y aunque los días de escribirles cartas están lejos, mantengo la misma ilusión de envolver un regalo que ilumine tu cara.

—¿Qué haces?

Entras en la habitación.

La bufanda se resbala hacia debajo de la cama ayudada por mis manos en un movimiento ninja. «¿Cómo haces para saber siempre en qué momento hago algo que no quiero que sepas?» Y pongo cara de disimulo.

—Pues estaba pensando en que, aprovechado las rebajas, es hora de cambiar el nórdico —te digo mientras paso la mano por encima del cobertor para distraerte y evitar que mires a los pies de la cama.

Sonríes porque sabes que me lo acabo de inventar, y en un milisegundo desvías la mirada hacia la mesilla para asegurarte de que el cajón sigue cerrado. “¡Aha, ahí está el mío!”. Sonrío.

Los caramelos de la cabalgata del día de Reyes se mezclan en el suelo con el confeti pisoteado por los niños nerviosos y alborotados que intentan recogerlos olvidando, por un momento, que sus cartas se harán realidad esta noche.

Bajo el árbol, pongo la bufanda en un paquete que abrirás mañana, poniendo cara de sorpresa, aunque me hayas visto tejerla durante todas estas noches antes de ir a dormir.

Mientras miro por la ventana veo, reflejado en el cristal, como colocas el mío estratégicamente entre los demás.

Los copos de nieve caen despacio como confeti ralentizado por el aire frío.

Te vas a trabajar con la bufanda envolviéndote las orejas.

El viento susurra frío: febrero.

El confeti regresa con la alegría del carnaval y coloretes rojos pintados en la cara.

Enamorados de la lana yo te regalo un corazón y tú me regalas un ovillo rojo, como un antes y un después, de febrero a febrero.

—Me he olvidado el paraguas —me dices en la puerta del restaurante cuando salimos de cenar.

La lluvia que cae es de esas que calan, fina y lenta, que parece que no moja, pero te llega hasta los huesos. Nos cubrimos la cabeza con tu bufanda y empezamos a correr juntos por la acera.

—No veo nada —te digo mientras sujeto la bufanda que me cae sobre la cara e intento seguir tu paso.

Nos reímos porque vamos a trompicones, chocando uno con otro sobre la acera mojada.

Al llegar a casa cuelgas la bufanda en el respaldo de una silla para que se seque, cerca del radiador mientras el viento en las ventanas silba: marzo.

Apenas entra la luz de la mañana y el niño entran en la habitación gritando:

—¡Papá! ¡Papá! Te he hecho un regalo. 

Sube a la cama impaciente, agitando el regalo de manera descontrolada, dándote con el en la cara. 

—¡Hey, tranquilo! —le dices mientras le abrazas y se sienta a tu lado —a ver, a ver, ¿qué puede ser? 

—Lo he hecho en el cole —dice mientras te ayuda a romper el papel adornado con confeti pegado —la profe me ha enseñado.

Ha tejido con las manos una red para que guardes el balón de futbol y no tengas que buscarlo debajo del sofá cada jueves que vas a jugar.

Hoy vuelve a ser jueves y del campo de césped traes biznas de abril. 

Huele a lluvia. El cristal de la ventana está salpicado de gotas de agua, increíblemente redondas. Miro como los charcos están plagados de círculos que se expanden infinitamente hasta que deja de llover.

El niño aparecen por la esquina de la calle, corriendo.

—¡Mamá! —empieza a llorar —He perdido la bufanda. 

Lo miro fijamente y muy seria le digo:

—¿Pero cómo has hecho? —y mientras me responde todavía sollozando: 

—Es que… me puse a jugar en el patio… y tenía calor, entonces… me quité la bufanda… y luego… me la olvidé —yo pensaba: “¡Huy, que bien! Ya tengo proyecto nuevo.”

Al cerrar la puerta un olor a jazmín avisa: mayo.

El niño entran otra vez en la habitación. Esta vez grita:

—¡Mamá, mamá! —viene hacia mí con un café con leche condensada y una pequeña cajita envuelta en papel azul.

La etiqueta es de la tienda de artesanía que hay a la vuelta de la esquina, esa que tiene el escaparate en el que siempre nos paramos cuando volvemos a casa.

Ahí está, el broche de flores de punto del que no paraba de hablarte, mostrando sus colores entre el papel azul.

—¡Me encanta!

Abrazo al niño y te abrazo a ti.

—¡Gracias, es perfecto!

Los pétalos de las flores pasan flotando delante de la ventana, recordando el confeti gastado de los meses anteriores.

Poco a poco el sol se apodera de los días dejándose ver en el suelo de la cocina. Las baldosas calientes se hacen notar a través de los calcetines cuando nos sentamos a desayunar.

Y sin darnos cuenta: Junio.

Las bombas de palenque anuncian las fiestas y a ti se te da por cantar. Las bufandas ocupan su lugar en el fondo del armario. Alguna de ellas pasa a convertirse en mantita de perro, prolongando su vida más allá del invierno. El niño presiente las vacaciones llenando de algarabía el salón, dibujando, jugando con videojuegos o a fútbol con los ovillos de lana.

A veces, me enfado y le grito:

—¡Deja los ovillos en su sitio!

Pero, ¿qué voy a tejer ahora que se acerca el verano?

El termómetro en la terraza va subiendo y la temperatura marca: julio

Ya está aquí tu cumpleaños. Tus amigos, y sus niños junto con el nuestro, lo están celebrando en el jardín. En la tarta se cae el confeti que salta al romper una piñata. Para que juegues con el niño, y dejéis vivir en paz a mis ovillos, te regalo una pelota tejida hecha con restos de bufandas olvidadas que vuelven a la luz tras la limpieza de armarios. La miras y sonríes, y en menos de un segundo se monta un partido de futbol lanero, de padres contra niños, con las madres haciendo de árbitros parciales.

Las fiestas siguen iluminando el cielo nocturno con fuegos artificiales, continúa siendo igual de emocionante que la primera vez. El color, el estruendo y el olor a pólvora se mezclan con la densidad del aire y se respira de otra manera: agosto.

Sentada frente al ventilador, hojeo revistas de punto en busca de ideas que tejer en cuanto termine el calor, alguna bufanda que poder perder el año que viene. Tú tarareas bajito buscando las notas en la guitarra, el niño combate el bochorno jugando con el agua en el jardín y el perro ladra nervioso arrastrando la bufanda vieja que le sirve de mantita. Me encanta estar de vacaciones. Es una lástima que terminen tan pronto y que la rutina se vuelva a hacer dueña de nuestras vidas: septiembre.

Mi cumpleaños está a la vuelta de la esquina. Como sabes que soy tranquila, la fiesta nos la guardamos para nosotros tres. Ya durante el desayuno me sorprendes con un libro de historias, de esos que tanto me gustan.

—Y aquí viene un futuro de jerséis y bufandas —me dice mientras el niño entra en la cocina con varios ovillos de lana lanzándolos sobre la mesa.

—¡Feliz cumpleaños, mamá!

—Yo quiero una bufanda —me dice mientras le da vueltas a un ovillo de lana verde.

Nos vamos a comer a un restaurante donde un grupo de amigos está celebrando una despedida de soltero. Nos hacen reír con algún comentario sobre el novio que va disfrazado de unicornio, tiene confeti enredado en el pelo, señal de que la fiesta lleva tiempo celebrándose. De vez en cuando se le cae algún papelillo en la comida. Yo desvío la mirada hacia la ventana y veo alguna hoja que describe en su caída un nuevo mes: octubre.

En mi cabeza empiezan a dar vueltas los regalos de Navidad, no quiero tejer deprisa.

Ya es otoño.

Recupero el verde de las hojas en una bufanda para el pequeño. Busco en el armario la ropa de abrigo para tenerla a mano ahora que el frío se acerca. Reviso los bolsillos, sale confeti del último carnaval, se me pega a los dedos.

—Ya está más cerca el siguiente —me dices cuando pasas a mi lado y miras mis manos con los lunares de papel de colores.

Me da pena sacarlos del bolsillo, así que los vuelvo a dejar allí.

Llueve más de lo habitual, los paraguas se acumulan en la entrada y el olor a tierra mojada nombra: Noviembre.

El sol se ha ido de las baldosas de la cocina. Mientras lo estoy echando de menos, el niño entra con la bufanda verde en las manos.

—Esta no la pierdas ¿eh? —se la pongo.

—Te prometo que no.

Se va al colegio y nosotros a trabajar.

Por la tarde nos vamos los tres a tomar el primer chocolate del año. Paseamos por el parque y nos quedamos a jugar un rato, no muy largo porque oscurece pronto y hace frío.

El niño se acerca al banco donde le estamos esperando. Un círculo de confeti se queda pegado a tu pantalón, te lo saco y manteniéndolo sobre la punta del dedo, como si fuese una pestaña de los deseos, le soplo para que salga volando.

El niño se ponen el abrigo y se lía con la bufanda. Tú y yo nos miramos con complicidad y aprovechamos el despiste para ir a escondernos, pero nos pilla.

—¡Eh! ¿Por qué corréis? —sale corriendo detrás de nosotros.

Regresamos a casa bromeando.

La luz de las farolas se espesa con la niebla. En los escaparates de las tiendas los adornos de Navidad dicen a gritos: Diciembre

Estos días soy como una espía intentando guardar el mejor secreto del año. Después de estar pensándolo durante un par de meses me pongo a tejer tu regalo de Navidad: un jersey con tu número favorito, el que siempre escoges y del que siempre dices:

—Si el infinito es un ocho tumbado, el ocho es el infinito de pie.

Intento tejerlo cuando no estás en casa y disimulo tejiendo una bufanda cuando nos quedamos descansando un rato en el sofá, antes de ir a dormir.

Montamos el árbol de navidad. Elevas al niño para que en su vuelo coloque la estrella en lo alto, y justo en ese momento enciendo sus luces, sorprendiendo al pequeño que abre los ojos, fascinado por el momento mágico. Tiramos confeti sobre el árbol simulando que es nieve y nos inventamos la letra al cantar un villancico.

El día de Navidad nos levantamos muy temprano para que, cuando el niño se despierte, todos los regalos estén bajo el árbol.

—¿Qué me ha traído Papá Noel? ¿Qué me ha traído? —rebusca entre los paquetes buscando los que llevan su nombre —papá, este es para ti —descubre el tuyo, y te lo da.

Me sonríes al abrirlo y me acercas el mío.

Este fin de año nos iremos a bailar.

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